El fisgón

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Primer capítulo de la novela El fisgón presentada como tesis en el Master de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona, en septiembre de 2014. Dirigida por Jorge Carrión.   

—¿Sí ve esos carteles que están allá arrimados? —dijo señalando con la boca—. Pues todas esas me las he visto.

—Yo también me he visto casi todas, acá y en otros lados.

—¿Qué tamaño prefiere?

—Deme el cucurucho grande. Sí, ése.

—Hoy presentan una película de Brando después de ésta —dijo arrastrando la montaña de palomitas de maíz con el cucurucho—. ¿Vio el cartel? Hágame el favor esa hembrita.

—Ese cartel lo hizo un amigo mío.

—Qué va, ¿en serio?

—Cuando lo vea fíjese en la firma. Debe decir Richie justo debajo de la Torre Eiffel.

—¿Richie?

—Sí, por Richie Ray.

—¿El músico?

—El mismo. Con esta sería la tercera vez que veo esa película.

—Yo no la he visto todavía. ¿Quiere las palomitas con sal? —dijo y sin esperar, espolvoreó sobre el maíz.

—La otra vez vine y usted no estaba tan hablador.

—Estaría lloviendo, cuando llueve me duelen los huesos y no hay quién me aguante.

—Usted puede entrar y ver las películas gratis, ¿no?

—Sí, desde la sala de proyección se ven lo más de bien. Si quiere lo llevo algún día.

—¿Qué tal hoy?

—Hoy no. Hoy tengo que estar acá. Allá arriba estoy día de por medio. ¿Coca-Cola?

—Sí, está bien. ¿Ha visto la película que pasan ahora? Llegué tarde y no entendí un carajo.

—Es mala, al final no se sabe quién mató a quién y qué gracia si uno se queda en ascuas.

—¿Europea?

—Sí, esa gente no sabe nada de la vida, se la pasan es pensado y nada más.

—Yo tomo fotos como el protagonista.

—¿De muchachas? Debe de ganar bueno.

—Normal.

 —Yo podría conseguirle algunas. Ya sabe, pagándoles alguito.

—¿Y usted cuánto se queda?

—Eso lo vamos hablando, pero son muchachas de bien y son limpias, ¿sí me entiende?

—Deme una chocolatina. No, la más pequeña.

—¿Sí ve a todos esos manes que vienen acá solos? A muchos le da pereza levantar o no pueden y yo les sirvo de intermediario.

—No me diga.

—También les consigo revistas y fotos con sardinas gringas. Unas hembritas bien monas y tetonas.

—¿Y el lugar? ¿También?

—Por acá hay muchos sitios, algo se le podrá conseguir.

—Necesito que dé la luz del día. Para las fotos. Usted sabe, que no sea un hueco.

Dudó, miró con ojos finos y se limpió las manos con una bayetilla roja que le colgaba del hombro.

 —Algo se podrá hacer —dijo al fin y señaló el cartón—. ¿No quiere que se lo rellene?

—Gracias. Si no le gustó la película de ahora no creo que le guste la de después.

—Con esa hembra por lo menos no me quedaré dormido. La veré mañana cuando le dé manivela a esas máquinas. Yo a Brando le como arto, ese man sí sabe cómo tratar a las mujeres y ésta es de eso ¿no? Ahí en el cartel sale esa muchacha que da miedo de lo buena que está. Dígale a su amigo que lo felicito.

—¿Dónde aprendió a pasar las películas?

—Acá —dijo y miró hacia el techo y las paredes—. Un día estaba atendiendo en la confitería y viene don Hernando y me dice, lo más de angustiado, que Lucho estaba enfermo y que si yo no podía reemplazarlo porque él tenía que salir pitado pa su casa porque algo había pasado con su mujer. Y yo pues claro, patrón, que cómo es la cosa y él me muestra y en par patadas le cogí el tiro. A la otra semana ya me estaba turnando con Lucho.

—¿Desbancó a Lucho?

—El tipo no es lo mismo desde que se le murió la mujer ¿sí, me entiende?

—Y usted gana más.

—Alguito, pero don Hernando es medio judío —dijo y volvió a limpiarse las manos con la bayetilla—, medio masón.

—¿No hay algo más fuerte que Coca-Cola?

—Le puedo conseguir una pola, pero le vale dos pesos.

—¿Me vio cara de güevón o qué?

—El que anda en la miel algo se le pega —rió y dejó ver los dientes negros.

—Yo le decía otra cosa más fuerte que una pola. Esa mierda que venden acá parece la gaseosa.

—Yo le consigo lo que quiera, pero después no se me ofenda si le vale un poquito más.

—¿Cuánto?

—Depende.

—¿Qué tiene acá?

—¿No será usted tira, patrón?

—¿Yo? No sea güevón. ¿De dónde es usted?

—De fuera.

—Obvio que es de fuera, pero de dónde.

—No me haga tantas preguntas que me asusta. Lo que tengo acá es otra cosa —dijo y simulo alzarse la camisa que llevaba por fuera del pantalón—. Yo de la policía aprendí a desconfiar desde bien chiquito cuando esa gente nos corretiaba pa cascarnos. ¿Sí la ve? Ésta antes yo la usaba pa despellejar conejos.

—En la ciudad no hay conejos.

—Hay liebres que se hacen pasar por conejos.

—¿Cuánto es que valen esas palomitas?

—Cinco pesos —dijo y alzó la mano abierta. Los dedos eran gordos, ásperos y al meñique le faltaba la falange superior.

—Ni loco, hermano. La otra vez me cobraron cincuenta centavos.

—Para los tiras como usted vale cinco pesos.

—Deje de ser marica. Venga, dígame en serio lo de las muchachas que me interesa.

—¿Por qué no se va a ver la película y descubre en qué termina?

—Usted ya me contó el final.

—Entonces váyase por donde vino y me deja atender a los clientes.

—Yo les tomo unas fotos y usted se puede quedarse viéndolas, si quiere. No me diga que no le dan ganas.

—Yo estoy casado. ¿Sí ve el anillo? De dieciocho.

—Ahora no venga a dárselas de santo, hermano. Tome los cincuenta centavos y páseme otra Coca-Cola. Una vez conocí a un tipo que me dijo que venía a este cine sólo por los baños y yo le dije cómo que sólo por los baños, si uno tiene muchas ganas va y se mete a una taberna y se hace el loco, el que va a pedir una pola o una soda, pero lo que hace es escabullirse a los orinales. Usted tiene cara de vivir haciendo eso. Seguro que sí. Y el hombre, muy obstinado, me continuó diciendo que no, que los mejores baños para mear en el centro eran los de este teatro.

—La gente que es muy loca, patrón.

—Entonces yo mismo vine y pagué la boleta y compré un cono de palomitas y fui al baño. Un baño bien normal, sucio, rayado con esfero y con mierda mezclada con desinfectante. Normal. Así que cuando volví a ver a este tipo le dije mira, güevón, que estuve en los baños del teatro ese que me dijiste, viejo, y no me parecieron la gran cosa. Entonces el tipo me miró muy concentrado y me preguntó si no me había quedado un rato en el baño, meando largo por lo menos, hasta que alguien más entrara. Pues no, hermano, contesté. Fui, meé y casi me pego una buena cagada y salí a terminar la película. Y el man me dice pues, hermano, tiene que volver y la próxima vez se queda un ratico, si quiere ahí sí se pega su buena cagada y verá lo que es bueno.

—Si se lo dijo será por algo.

—Dígame usted.

—Que algo le vio —dijo y se limpió las manos con la bayetilla—. Yo en esas cosas no me meto.

—¿Qué cree usted que el tipo me quería decir?

—Todo el mundo sabe lo que hace la gente que se queda en los baños, usted no es güevón así parezca. Son esos mismos que se van de acá al Parque Nacional y se esconden entre las sombras de los matorrales. ¿Usted para qué quiere a las muchachas si es de ésos?

—¿De cuáles?

—De ésos. Ya casi está que se acaba la película, ¿por qué no va y la termina de ver?

—Otro día. Dígame, ¿usted también es de los que se queda en los baños?

—Yo sólo los limpio —dijo y tendió las palmas declarándose inocente.

—¿Con esas mismas manos viene y sirve las palomitas?

—Con las mismas.

—En los baños debe de haber mucha mierda y mucha sangre.

—Usted sabrá.

—¿Cómo son?

—¿Quiénes?

—Los que van con cuchillos como los que usted me acaba de mostrar.

—¿Qué me está queriendo decir?

—¿De dónde me dijo que era? Mírese esa cara tostada y esas arrugas de indio. Mucho cultivo de algodón,  mucha montaña y muchas quebradas donde los manes van a bañarse.

—¿A usted qué le importa?

—¿No le digo que tomo fotos? Yo vivo buscando locaciones, lugares donde aguante ir fotografiar.

—¿Qué hace con esas fotos? ¿Las vende a los periódicos?

—¿Quiere que le tome una para que se vuelva famoso? El indio de las palomitas, diría el artículo y usted saldría haciendo su mejor pose. Las fotos que yo tomo no son de esas que compran las revistas.

—¿Qué hace con ellas entonces?

—Las acumulo y alguna vez de pronto haga un libro.

—Los libros no tienen fotos.

—También los hay con imágenes.

—¿Si usted es tan estudiando y de mundo qué hace buscando lo que no se le ha perdido?

—Le pagaría más si me consigue las muchachas, pero también unos tipos.

—¿Cómo sé que usted no es un tira?

—¿Le entró miedito?

—Una vez el ojo afuera no hay Santa Lucía que valga.

—¿De dónde son las muchachas que consigue, de su tierra?

—De todo lado. Hay de acá también. Lo que guste.

—Me da igual, pero mejor si son de acá y de allá.

—Como usted quiera.

—¿Nunca ha tomado fotos? Yo tomo en blanco y negro y cada color de piel da un tipo de gris diferente. ¿Alguna vez se ha preguntado cuántos tonos de gris hay?

Los ojos se abrieron y temblaron un poco ante la luz blanca que venía del techo.

—Hay infinitos tonos. Es como si le preguntara cuántas veces se puede dividir esta palomita. Adivine cuántas veces se puede dividir. Hágale, adivine.

—Unas tres por mucho —contestó después de dudar.

—En principio se puede dividir todas las veces que quiera.

—Qué va. Mire, una, dos, tres y ya no hay por dónde partir.

—Con las manos obvio que no, pero use su imaginación.

—Déjese de cuentos.

—¿Para cuándo me consigue las muchachas?

—No sé, tendría que consultarlo. Tal vez para la próxima semana.

—Y los manes, no se olvide de los manes.

—De esos no estoy tan seguro.

—Los tiene ahí, en los baños, consígame un par.

—Yo de eso no sé nada, yo sólo limpio cuando se cierra el cine y me voy pa mi casa.

—¿Seguro que no sabe nada? Siempre he tenido la duda de cómo es que se rifa eso de a quién le toca hacer qué, ¿sí me entiende?

—Cada cristiano con su cuento.

—No, en serio. ¿Usted nunca se lo ha preguntado?

—Por qué no va usted mismo y se los pregunta si no es que lo sabe ya. Toda esa gente parece lo más de normal, como usted, con esa misma carita de yo no fui pero mire con las que salen.

—Y los otros, ¿cómo son?

—¿Los otros?

—Los que van con el cuchillo entre los pantalones.

—Iguales, todos son hijos de vecino. Vaya y pregunte por los balcones y verá.

—Terminaría como los del periódico.

—Entonces deje las güevonadas.

—¿Para cuando las muchachas?

—Muestre la plata primero.

—No me ha dicho cuánto.

—Venga mañana y me busca en la sala de proyección y podemos hablar más tranquilos.

—¿Va con el cuchillo?

—Ya se aculilló ¿o qué? Si quiere hablar de negocios toca mañana. Tengo que hacer unas preguntas primero.

—La película que van a dar ahora, la que usted va a ver mañana, también comienza con un asesinato.

—No me diga.

—Sí. Tampoco se sabe mucho de él, ni se ve el cuerpo. Sólo se ve cuando limpian la sangre y la señora que lo limpia, imagínese que esa señora fuera usted, le dice a Brando mire que la policía estuvo acá y reconstruyeron la escena del crimen, hicieron que yo fuera ella y que abriera la cortina, me desvistiera y afilara la navaja con la que me iba a abrir el cuello. Y Brando callado mirando por la ventana mientras esta viejita, que aguanta un rapidito bien largo, sigue hablando. Y ella dice, sí, ellos, los policías, se divirtieron jugando con la sangre, dice y sigue limpiando con una sonrisa solapada. Una sonrisa de mierda como la suya. ¿Sí me entiende?

 

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