Cosas, las nuestras

Este cuento fue publicado en la revista Matera número 16.

El control está en la mesa de noche junto a un iPad, la revista Ámbito Jurídico y un vaso de agua con submarinos de ponqué Gala. Antes de la puerta ventana del balcón hay un sillón forrado en cuero sintético y sobre el asiento mullido un gajo de hojas impresas con anotaciones al margen. “Sobre la sentencia T-967/14 de la Corte Constitucional”, firma Silvia Sánchez. Arriba una serie de repisas penden con libros, la mayoría sobre política internacional, sin abrir, y un par de volúmenes sobre la sexualidad y paternidad con las primeras páginas subrayadas en resaltador amarillo.

Del lado opuesto hay un tocador coronado por un espejo de ochenta centímetros de ancho por un metro de alto. Sobre el tocador hay un joyero de plástico con cadenas y dijes de oro y oro golfi colgando como chorros de lava. Hay, además, diez tarros de cremas contra el envejecimiento prematuro, el tono oscuro de la piel y las marcas de expresión, así como diferentes botellitas de esmalte Masglo. Apasionada, profesional y bendecida son los nombres de los colores. Aunque cada cajón tiene una función asignada, hay elementos trucados en cada uno. En el primero, que ahora está a medio abrir, deja ver entre los cosméticos una caja vacía de Diazepam, un par de condones a punto de vencer y un huevo vibrador a control remoto. Las camisas y chaquetas, colgadas en las perchas del vestier, se arrugan una contra la otra. Los zapatos y tenis, veinte pares de mujer y hombre, se apretujan en compartimentos colgantes en los extremos de las perchas. En el baño hay dos lavamanos, uno rodeado de cremas desmaquilladoras, depilantes y enjuague bucal, y otro picoteado de pelos de barba y loción para antes y después del afeitado. Entre el mueble del papel higiénico y el sanitario hay una cesta de basura de la que pende una bolsa de Enema Travad de 100 mililitros. El sifón de la ducha tiene un cúmulo de pelos que hace un círculo imperfecto entre castaño claro y rubio. La llave gotea.

En la habitación contigua, un televisor de 52 pulgadas cuelga de la pared conectado a un PlayStation 4, a un Apple TV y a un reproductor de Blu-Ray. Frente al televisor hay un sofá de cuero sintético desgastado en el lado izquierdo. Entre el sofá y el televisor se ubica una mesa de vidrio oscuro y sobre ella un tazón a medio terminar de maíz pira y tres botellas vacías de cerveza importada, la cerveza más fina. Hay, además, las fundas de los video juegos Grand Theft Auto: San Andreas y Call of Duty: Advance Warfere. Un porta retratos digital muestra las fotos de una boda en la Sabana y su posterior luna de miel en el Caribe. Las fechas, que aparecen en la esquina inferior derecha, son de hace exactamente un año. Las paredes blancas están adornadas con camisetas polvorientas del Manchester United en sus diferentes presentaciones, la roja oficial, la azul de visitante y la blanca de entrenamiento. Junto a la ventana hay un escritorio estrecho con un iMac de 27 pulgadas. Entre las teclas hay restos de papas fritas, migas de pan y pelos cortos. El mousepad es un legajo de hojas con las puntas dobladas con el título “Entre el uso y el abuso: una mirada kantiana al conflicto armado”, por Jerónimo Martínez, así como un currículum vítae donde se alcanza a leer las aptitudes “Trabajo bajo presión”, “Buena relación con las comunidades”, “Emprendedor”. Al lado hay una biblioteca con libros jurídicos mezclados con novelas de García Márquez, Faciolince y Laura Restrepo, tratados sobre Lévi-Strauss, Kant, Sacher-Masoch y Hannah Arendt, una introducción al feminismo escrita por Mergaret Walters en el sello de la Universidad de Oxford y la guía de viaje 100 ciudades que hay conocer antes de morir. Asimismo hay una colección de películas en DVD en las que resalta When Harry Met Sally, Basic Instinct y la serie completa Ally McBeal.

En la tercera habitación hay una cuna de madera con el colchón aún envuelto en plástico, una máquina elíptica con manchas de sudor en los manubrios, una bicicleta Trek 820 llena de barro, otra impoluta, un juego de mancornas de diez y veinte libras y un sofacama con bolsas de compra esparcidas sobre del asiento como rocas en el lecho de un río. De la pared junto a la puerta cuelgan tres correas de perro, una sencilla de tejido sintético, otra retráctil y una de castigo.

La cocina es del tamaño de la habitación principal. Al fondo, junto a la lavadora y secadora, hay un pequeño cuarto de servicio donde duerme encerrado un labrador. Le sigue un conjunto de muebles con ollas de cerámica, cuchillos suizos de varios tamaños, platos de vitrelle, horno microondas, procesador de alimentos, tostadora, batidora y una estufa de cinco puestos con control de temperatura digital. Sobre el mesón, y junto a una bandeja con manzanas, peras y bananos con moscas volando a su alrededor, un iPad muestra una página de la revista Gato Pardo con el título “Cinco platos que la dejarán con la boca abierta”. En la estufa hay un par de ollas con sobras de comida y en el mesón restos de verduras picadas y un charco aguado de sangre de res.

La cocina se comunica con el comedor por medio de una barra de granito donde media docena de perros de porcelana traídos de México, Estados Unidos y Europa se miran entre sí con pasmosa calma. En la mesa de seis puestos hay dos platos vacíos y sucios de grasa y carbón. Hay dos botellas de vino tinto, una copa a medio llenar y otra rota y tumbada sobre la mesa. También hay un juego de llaves, tres recibos sin abrir a nombre de Silvia Sánchez y un bolso negro imitación Gucci.

Junto al comedor se extiende la sala con un juego de sofás y sillones de color marrón jaspeados con el pelo rubio del perro. De las paredes cuelgan tres cuadros expresionistas con figuras amorfas, un caballo y dos naturalezas muertas. En un mueble está organizada una colección de discos de Blink 182, The Offspring, System Of a Down, Green Day y Nirvana cubiertos de polvo. Un sistema de sonido con cinco parlantes inalámbricos Bose llenan la sala de los bajos de un reguetón de hace por lo menos una década. Cuéntale que te conocí bailando, cuéntale.

Sobre el sofá más largo, que hace una L hacia la ventana, dos cuerpos duermen arrunchados como las crías de una cerda. Ella está delante mirando hacia la mesa de centro con un florero lleno de margaritas, un libro sobre la arquitectura neoyorquina, un tubo de lubricante, dos consoladores delgados, un látigo y un plato con rebanadas gruesas de raíz de jengibre. Los senos le cuelgan formando dos uves, una debajo de la otra, que se mueven al ritmo de su respiración. Los abdominales están levemente marcados y envueltos en una ligera capa de grasa y vello. Las piernas, más musculosas que los brazos, están cubiertas por un par de medias veladas que llegan hasta la mitad del muslo. El pelo castaño cae sedoso, como en un comercial de shampoo, hasta el piso de madera laminada. Los ojos están cerrados, las cejas son gruesas, la nariz es roma y los labios carnosos se unen a la quijada por una constelación borrosa de lunares.

Él está detrás, con la boca abierta, babeante y roncando muy suave. Está completamente desnudo, con la barriga cayendo un poco y la piel erizada. El pelo es crespo, corto y mono. Los ojos, que ahora se mueven compulsivos bajo los párpados, son verdes con pintas miel. Las manos las tiene entre los muslos, atadas con una cuerda de nylon de un cuarto de pulgada. Un pene flácido, envuelto en un prepucio oscuro y de no más de cinco centímetros asoma por entre las muñecas y la atadura. Unas marcas rojas se ven en su espalda entre los granos de acné, las pecas y el vello que crece espaciado.

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