Octavio

—¿Qué haces con Octavio si te sale la beca?

—Tú le gustas —dijo buscando la correa debajo de la cama.

Lo vi ponerse la sudadera a la luz de la mesa de noche cuando sonó el teléfono. Camilo habló en monosílabos y yo no dejé de mirar a la puerta. Del otro lado, el perro no paraba de ladrar y aruñar.

—¿Cuándo? —preguntó con los labios secos.

Me hundí en las cobijas con el afán de que Camilo hiciera lo mismo y me abrazara, pero en cambio colgó, abrió la puerta y dejó entrar a Octavio.

—Te acompaño —dije la mañana siguiente y me ofrecí a asesorarlo en los tramites de la sucesión—. Pero deja a Octavio con la vecina que sigue enfermo.

Camilo se encogió de hombros y sin decir nada le puso el collar al perro.

—Le va a sentar bien volver a casa —dijo antes de bajar las escaleras con él en brazos.

En el Samurai, con el perro enfermo, parecía que hubieran matado a una vaca y la hubieran dejado desangrar y pudrir por varios días. Traté de no hacer mal ambiente abriendo las ventanas. Estaba contenta porque no más bajar la montaña hizo sol y un calor húmedo entró haciéndome estremecer de punta a punta. Saqué las gafas oscuras y busqué los discos que había en la guantera. Sólo encontré uno de Kanye West, el del oso que sale de una universidad de caricatura y que yo le había regalado de chiste cuando nos graduamos del pregrado de arte.

—¿Dónde tienes la cámara? —pregunté cuando me aburrí de cantar.

Camilo la cogió del bolsillo de su puerta y me la tendió sin quitar los ojos del camino. Era una vieja cámara japonesa que había heredado de su padre y que él nunca había querido reemplazar.

—Las de ahora son una mierda —decía siempre que yo lo molestaba con que comprara una nueva.

La mía era digital —lo mío era más bien la pintura— y me gustaba fastidiar a Camilo fotografiándolo.

—Mírame —le decía mientras apretaba el obturador y él volteaba ingenuo antes de arrugar la cara como un ogro antes de la batalla.

Por La Dorada comenzó a llover y tuvimos que cerrar las ventanas. El olor se volvió insoportable y Camilo prendió la ventilación, pero los conductos estaban podridos y ahora olía, además, a orines secos.

—Para —dije frente a un restaurante con hilos de chorizo colgados de la vitrina.

Quise que Octavio desapareciera mientras, sentada en el inodoro, veía cómo una cucaracha movía sus antenas y se perdía entre las rendijas de un sifón oxidado.

Pero al volver, el perro continuaba jadeante y con la lengua por fuera.

—Voy a comprar agua, ¿quieres algo?

—Una Coca-Cola —dijo Camilo que cogió la cámara de mi silla y enfocó al perro mientras éste asomaba la cabeza por una de las ventanas.

—Deberías sacarlo para que dé una vuelta y respire.

No había agua fría y la que me dieron, a pesar de estar embotellada, sabía a frito. Tomé dos sorbos y le robé un poquito de gaseosa a Camilo que apenas la probó.

Seguimos y adelante el calor se hizo más fuerte y húmedo. Jugué a entrecerrar los ojos y a inducir esa alucinación de humedad que enturbia el pavimento como lo enturbia el motor de un avión.

—¿Ya sabes dónde nos vamos a quedar? —pregunté abriendo un Bombombum que traía en el bolso—. Yo pago el hotel si quieres.

—Está la casa del viejo, para qué vas a gastar plata en pendejadas.

Imaginé la casa oscura, caliente y con olor a muerto.

—¿Por qué nunca dejas que te regale cosas? Para eso trabajo.

—Llevarle los tintos a tu papá no es un trabajo.

—Me paga —susurré—, es lo que importa.

—Dale un poquito de agua a Octavio.

—No tenemos dónde echarla.

—Dásela de la botella.

—Se va a regar y nos volveremos una nada.

—¡Que se la des! —gritó y golpeó el timón con las dos manos.

No le hice caso y volví a repetir por enésima vez el disco de Kanye. Subí el volumen para que el gemido de Octavio no se escuchara y revisé el celular. Apenas había señal y lo devolví al bolso.

Camilo paró de un frenazo, apagó el radio y cogió la botella de mis manos. Me volví a hacer la loca y miré por la ventana. Afuera, entre la vegetación seca, se movían lagartijas y bichos que buscaban el sol. Puse las piernas sobre el tablero, para que se broncearan parejas, y abrí la ventana por completo. Seguí chupando el Bombombum como si fuera agua pura.

—¿Nos vamos ya? Nos vamos a perder la misa.

Camilo obligó a Octavio a tomarse toda el agua abriéndole el hocico con las dos manos. El perro pareció atragantarse, aulló y vomitó sobre el asiento trasero.

—¿Sí ves lo que haces? —dije mirando al techo.

Camilo acarició al perro y sin limpiar volvió a su puesto y arrancó.

—¡Para! —grité cuando ya habíamos cogido el camino de terracería.

—¿Ahora qué quieres?

—Para, me devuelvo —dije tapándome la nariz.

—En esta carretera no pasa nadie, deja de decir bobadas.

—Qué importa, camino hasta el otro pueblo y allá miro qué hago.

—Son como treinta kilómetros en subida.

—Pues voy al pueblo de abajo.

—Llegarías de madrugada.

No insistí y cogí unas revistas tiradas en el suelo, hice dos rollos con ellas y comencé a golpear la consola como si fuera una batería. Camilo prendió el radio para ensordecerme y yo comencé a gritar la canción de Kanye. Sólo me sabía partes y el resto lo inventé, como Camilo odiaba que hiciera.

—Cállate que hay un ruido.

—Qué ruido, debe de ser Octavio.

Se hizo un silencio y sólo se escuchó el gemido del perro, pero después oí un taca taca muy débil.

Camilo se detuvo en un claro y al parar el calor y el olor nauseabundo se hicieron aún más fuertes. Quise vomitar.

—Todo se ve bien —dijo Camilo detrás de la tapa del capó.

Yo sabía que él nunca había tocado un motor en su vida y nos imaginé cayendo por un barranco, a pesar de que ya habíamos pasado la cordillera, e imaginé nuestros cuerpos desnudos, llenos de sangre y grasa, intentado alcanzarse el uno al otro.

El Samauri no prendió y Camilo pedaleó el cloche varias veces.

—Lo vas a inundar —dije mordiendo el Bombombum hasta llegar a la capa de chicle.

Pero no se detuvo y siguió pedaleando casi al ritmo de los gemidos de Octavio. Me bajé del carro, estiré las piernas y sentí que el sol y el azúcar del caramelo me subían a la cabeza y me mareaban. Por allí no había casi árboles y los que había estaban deshojados.

—¿Cuánto nos falta para llegar?

Camilo volvió al motor y comenzó a hurgar dentro.

—¡Jueputa! —gritó llevándose los dedos a la boca.

Intenté no reírme y volví a mi puesto.

—Llamemos a alguien.

—No tengo seguro.

—Caminemos entonces —dije sin moverme de la silla.

Octavio comenzó a gemir cada vez más fuerte y a botar una baba espesa que caía sobre el vómito. Ya no había agua ni para nosotros y Camilo se pasó al puesto de atrás y comenzó a acariciarlo. Al rato, cuando lo vi, lloraba sobre la pelamenta sucia de Octavio.

Quise bajarme y fumar un cigarrillo escuchando cómo el tabaco y el papel se quemaban lentamente entre mis dedos. En cambio, masqué el chicle con más fuerza aunque ya se había endurecido y parecía una piedra color rosa.

Me quité la ropa y me quedé en calzones. Ahora no parecía que hubiera muerto una vaca allí, sino un rebaño entero.

—Hay que enterrarlo —dije.

—¿Lo vas a enterrar tú?

Me bajé del Samurai, puse una estera en el suelo y me senté bajo la sombra de una de las llantas. Cogí una rama y comencé a jugar con una hilera de hormigas que llevaban pedacitos de hojas secas sobre sus espaldas. Las envidié allí, en medio del desierto, con sus pequeñas cargas como si no importara nada más.

—Vístete que viene alguien —dijo Camilo cuando ya había contado más de cien hormigas.

Tiré la rama bien lejos y busqué la camiseta.

—¿Todo en orden? —preguntó un soldado de piel morena y ojos claros que olía a sudor de cabro.

—Nos varamos y se nos murió el perro.

El otro soldado, más blanquito y con la frente brotada de acné, metió la cabeza en el campero y la sacó espantado por el olor.

—Hay que quemarlo.

—Ni muerto —contestó Camilo que se alzó como un perro de pelea.

El soldado rio. Sacó un cigarrillo, lo prendió con un encendedor de plástico y jugó con la llama.

—Los muertos prenden más fácil que los vivos —dijo y me miró con descaro—. ¿Qué nos da si lo enterramos?

—Cincuenta barras, es todo lo que tengo.

—Cien.

Camilo no regateó y vio cómo los soldados sacaban a Octavio del Samurari y lo tiraban al suelo como un bulto de papas. Lo vi con ganas de reclamar, pero se contuvo junto al campero, listo para correr.

—Daza —le dije al soldado moreno, al que olía a animal— ¿no tiene un cigarrillo?

El soldado sacó la cajetilla, cogió el cigarrillo con los labios, lo encendió y le pegó una chupada antes de ofrecérmelo.

—Pensé que habías dejado de fumar.

No contesté y vi cómo Daza y Ramírez se quitaban las camisas camufladas, sacaban las palas plegables de los morrales y comenzaban a cavar. Imaginé que pintaba un cuadro así, con ellos trabajando bajo el sol de la tarde, el desierto y el mar atrás.

—La tierra acá es muy dura —dijo Ramírez.

—Sólo se moja de sangre —dijo Daza.

Cuando terminaron, cogieron a Octavio del pellejo y lo taparon con descuido. Una pata quedó por fuera y se veía el rosa de las almohadillas brillando al sol.

—¿Y ahora qué? —pregunté mientras los soldados se vestían.

—Caminamos.

—Hay tigrillos —dijo Daza—, el cuartel está a media hora en esa dirección.

—Nosotros vamos para el otro pueblo —dijo Camilo sacando los morrales del baúl y tirándolos al suelo.

—Como quieran —dijo Ramírez contando el pequeño fajo de billetes.

—Daza, ¿en el cuartel tiene más cigarrillos? —pregunté.

—Todos los que quiera, mi reina —dijo y me miró como hacía tiempo no me miraba nadie.

Con la maleta en el hombro, vi cómo Camilo se tiraba al suelo, cogía la pata de Octavio y comenzaba a escarbar con las uñas.

Publicado originalmente en la revista Sombralarga.

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